📝 Texto 👉 Fernando Tebele
💻 Edición 👉 Martina Noailles
📷 Foto de Portada 👉 Guillermo Amarilla Molfino
Cuando la mayor parte del público que observa la audiencia en la sala de tribunales de San Martín reingresa y se prepara para la segunda parte de su testimonio, Silvia Tolchinsky ya está en el primer plano de los televisores, lista para continuar desde Barcelona. Antes del cuarto intermedio había quedado atrapada en Conesa 101, una de las casas que eran una suerte de sucursales de Campo de Mayo. Desde allí retoma. Ya es un hecho que será, hasta ahora y probablemente en el final, el testimonio más largo del juicio.
“Bueno, yo me quedo hasta marzo... me quedo… -se corrige- me tienen secuestrada en la quinta de Conesa 101, y en marzo me trasladan a otra quinta, que es una casa que había comprado cerca el grupo de Hoya (Santiago, un Coronel que murió días después de haber sido condenado). Todas son cerca, aledañas a Campo de Mayo. Me ubican en la primera planta, que era una especie de altillo a dos aguas y estoy ahí de marzo a junio aproximadamente en la condición de secuestrada, encadenada, engrillada y con los ojos vendados”, detalla. Cuenta que la obligaban a realizar tareas como mano de obra esclava. “En ese tiempo me pedían que hiciera cosas varias, como traducir documentos, traducir todas las instrucciones para montar equipos de música del alemán al castellano. Me traían diccionarios y yo lo hacía. Bueno, nunca supe alemán, pero se hacían esas cosas”. Otra vez se evidencia que las personas secuestradas eran, para los genocidas, cuerpos y mentes apropiadas a su servicio.
Tolchinsky avisa que no quiere cansar con detalles, pero no puede dejar de contar algunas de las situaciones de torturas psicológicas más dramáticas que sufrió, como cuando le trajeron fotos que, según los captores, eran de sus hijos, pero a los que ella no reconocía como tales. “Me traen una foto de mis hijos. Estaban en Cuba, pero me dicen que los trajo mi suegra. Yo les decía que no eran, pero ellos me insistieron tanto que yo pensé que no los reconocía. Fue una situación de muchísima angustia”, reconoce, y parece revivir aquel instante, mientras recuerda otra situación similar, pero el protagonista esta vez eran su hermano Daniel, y su cuñada Ana Dora Wiesen, secuestrados con anterioridad y luego desaparecidos: “me hablan de los compañeros, que están vivos, que están cerca, que están ahí. Me traen dos cartas, una de mi hermano y una de mi cuñada, donde ellos mismos me dicen y me explican que los que cayeron en el ‘79 y en el ‘80 están todos vivos, que creen que las cosas no serán igual y que, bueno, esperan que pronto puedan... -no culmina la frase-. Me preguntan fundamentalmente mucho por sus hijos, que no sabían nada y que habían estado en una situación tan delicada, y les cuento que están con mi hermana. Pero cuestiono la autoría de las cartas, porque no podía creer lo que estaba pasando”. Tolchinsky recuerda que, ante su duda, los represores salieron y le trajeron otras cartas a modo de prueba de identidad. “Rapidísimo, lo que quería decir que estaban muy cerca. Es decir que me dejaron, fueron a buscar las cartas nuevas y me las trajeron para que yo las leyera. En esas cartas mi hermano escribe: ‘Dicen que no crees que son las mías, pero sí, estamos aquí, queremos saber cómo están los chicos’. Él me cuenta cosas que evidentemente eran absolutamente familiares y lo que me dice uno de los interrogadores es que la letra a lo mejor no me suena porque le habían quebrado las muñecas en la tortura. Esto fue una situación... anímicamente me hizo bastante daño... Esas dos situaciones a mí me quebraron mucho. Las fotos de mis hijos que no eran mis hijos y las cartas de mi hermano”, suelta con total crudeza y sin perder nunca el tono parsimonioso, pero prolongando mucho más las pausas habituales de su decir.
Amarilla y Molfino
En el juicio ya declaró el nieto recuperado Guillermo Amarilla Molfino, nacido y apropiado en la maternidad clandestina de Campo de Mayo. El hijo de Guillermo Amarilla y Marcela Molfino está en la sala, y toma algunas fotografías para este Diario del Juicio, por la ausencia de su tío Gustavo. Observa con la misma atención que el resto del público. La diferencia en su caso es que sabe que en algún momento de su declaración, Tolchinsky dará un dato que lleva a pensar que quizá sus padres lo concibieron en la oscuridad de sus secuestros. Silvia trae ese recuerdo ahora, aunque en realidad temporalmente pertenezca a su estadía en Campo de Mayo.
—No, no podemos hacer que duerman juntos los detenidos porque a ver si nos pasa de nuevo como con los Amarilla —le dijo al Gitano un represor al que reconoce como Sánchez o Santillán.
—Pero, ¿qué pasó? —preguntó Tolchinsky, con la avidez de conocer más datos.
—No, no. Nada, nada —le respondieron intentando que olvidara lo que acababa de escuchar.
“En ese momento no tenía claro si me querían hacer creer que había quedado embarazada, o si se les había escapado que había quedado embarazada -repasa ahora Tolchinsky-. El mismo día me habían dicho que a María Antonia Berger la habían llevado a ser un papanicolaou porque le había salido mal el anterior. O sea, había conversaciones en las que yo no podía distinguir la verdad y la mentira, y había mucho esfuerzo puesto en todo eso”, asegura.
El Turco Julián y Paso de los Libres
Silvia Tolchinsky avanza en el relato sin necesidad de preguntas. Respeta bastante el orden cronológico de lo que quiere contar. Es el turno de la aparición de uno de los genocidas más emblemáticos, por varias razones. Una de ellas, porque todos los relatos de quienes lo sufrieron en el rol de víctimas, lo revelan como un torturador feroz. Pero también es emblemático porque, tras la derogación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, fue el primero en recibir una condena. Tal vez alcance con decir El Turco Julián, que en realidad se llama Julio Héctor Simón. Era un integrante de la Policía Federal que actuaba en inteligencia vinculado al Batallón 601 del Ejército, el epicentro del genocidio en esta causa en particular. “un personaje absolutamente siniestro, cruel, que no hacía otra cosa que generar terror y crueldad, que hablaba de cómo torturaba a la gente, cómo los enloquecía la tortura... Vino a proponerme ir a Paso de los Libres (uno de los pasos fronterizos hacia Brasil) a marcar gente en la frontera. Entonces yo le dije que no conocía a nadie, que era muy difícil que pudiera marcar, porque no conocía a nadie. Él me dice que no hay nadie dentro de mi cabeza y que yo podía decidir. Me trae una foto y me la tira, una foto enorme donde están él, su mujer, tres hijos y un perro, y me dice que esa foto era de su familia, que había desaparecido por una bomba que le habíamos puesto. A mí eso me destruye. Yo sabía que no era cierto, sabía que esas cosas no eran ciertas, pero igual era esa doble sensación entre creer o no creer lo que decían, aceptar o no aceptar ese discurso perverso que tendía, no sólo a confundirlo a uno, sino a enloquecerlo”, reflexiona. Antes de meterse en el viaje a Paso de los Libres, al que sitúa en junio de 1980, Silvia reconoce entre sus torturadores a “(Oscar) Cacho Feito, Santillán o Sánchez y alguien al que le decían Gitano”.
A la localidad fronteriza llega “en un avión militar pequeño, y me llevan el Turco Julián y una señora que se llamaba Ana, del Batallón 601”. Cuenta que ahí permanece un tiempo esposada, con una venda en los ojos y también con nuevo nombre. “Primero se me viene a presentar el Coronel, creo, Simón, que era el jefe del Batallón 123 de Paso de los Libres, y me dice que me van a bautizar de nuevo, me van a poner de nombre María, porque como era judía me tenía que llamar María”, otra maniobra más en la brutal tarea de despersonalización a las que estaban sometidas los y las militantes secuestrados/as. Define ese momento de manera muy dramática: “A partir de ahí empieza una situación diferente en donde el control era más una brutal presión sobre el qué hacía yo ahí en medio de ese lugar y con esa gente teniendo que ir ahí, si iba a aguantar, si iba a entregar o si no iba a entregar, si iba a decir, si no iba a decir... Bueno, una situación muy dolorosa todo el tiempo. Tenía que ver y revisar los documentos”, de las personas que regresaban a la Argentina por ese paso fronterizo. La idea era que señalara de esa manera a sus compañeros. Allí recuerda otro de los manejos perversos del Turco Julián. “Me trajo un cuadro enmarcado con las fotos de mis hijos, que las habían sacado de adentro de la casa de mi suegra. Es decir, de donde ellos estaban. Yo creí enloquecer realmente, porque después supe que él había ido y le había dicho a una prima que entre y les saque fotos, pero en el momento fue brutal. Brutal -repite-. Por un lado, la alegría de encontrarme con la foto de los chicos y, por otro lado, el horror que me producía la facilidad que tenían de llegar a mis hijos”, una extraña sensación de sentir que tenían el control total, y no sólo sobre ella, sino también sobre su familia.
En la última “anécdota” de esa excursión a Corrientes, Tolchinsky se ve limpiando la casa en la que vivían y encontrando algo que la confundió un poco más aún. “Un día veo el maletín abierto del Turco Julián y sobresale un documento. Me extraña que dejan abierto, pienso que puede ser una trampa, pero miro el documento y, creyendo que era del Turco Julián, me encuentro que en realidad es un documento de mi primo que tiene el mismo apellido que tenía mi prima cuando cayó en Brasil. Me doy cuenta enseguida que es un documento que cayó en Brasil y pensé que podía ser una trampa para ver si marcaba o no marcaba a mi primo”, la referencia es a Edgardo Binstock, que había podido evitar la caída, no así su esposa Mónica Pinus.
La vuelta a Buenos Aires
El retorno a la ciudad fue a un departamento de Barrio Norte. “Me trasladan a Buenos Aires el 11 de marzo del ‘82, a un departamento en la calle Pueyrredón, entre French y Peña. Estoy ahí con una sola carcelera, que se va turnando: Mónica y Claudia y a veces Ana”. Dice que notó el impactó que les generó Malvinas. “Viene a verme (el Coronel Alejandro Agustín) Arias Duval, que ya me había ido a ver en la primera quinta. En esa visita, entre otras cosas, me pregunta o me pide que haga un análisis sobre si debían o no debían aparecer los desaparecidos o los cuerpos de los desaparecidos. En esa oportunidad también viene Cacho Feito y, mientras va hablando así de cualquier cosa, yo veo que escribe, hace flechas en un papel y escribe ‘HNO’, hermano. Sé que me va a decir algo de mi hermano. Y me dice ‘Bueno, se acerca tu liberación, pero tienes que saber que a tu hermano lo fusilaron. Yo esta información ya la tenía, porque en la primera quinta, a finales del ‘80, hay un carcelero que me dice que los van a matar a todos. Se acerca final de año y parece que es algo que era habitual, ¿no? Entonces, él percibe que yo me pongo mal y dice ‘No, no, pero a vos no’... bueno, ‘a usted, no’. ‘¿Y a mi hermano?’, ‘Tampoco’; ‘¿Y a mi cuñada?’, ‘Tampoco’; ‘¿Y a mi prima?’, ‘Tampoco’”. Esa negación tranquilizadora de aquel carcelero le da la pauta de que Arias Duval dijo algo que no debió haber dicho: “Lo que él confiesa es algo que me doy cuenta que no es que lo hizo a propósito, como muchas cosas que decían. En esta ocasión a él se le escapó algo que no debería haber dicho”. Asegura con tristeza visible que allí supo “que era verdad. Que los habían matado a todos”.
La “libertad”
El 5 de noviembre de 1982, le dieron libertad ambulatoria. Como en tantos otros casos, la mecánica pasaba de ser una secuestrada en un lugar cerrado, a ser una secuestrada a cielo abierto. Es decir, estaba en la calle, pero debía regresar a dormir al departamento de Barrio Norte. “Previamente me habían dicho que llame a un pariente para que le diga a mis padres que tenían que venir. Mis padres estaban viviendo en Israel. Vienen. Me llevan a la casa de un tío y me entregan a mis padres como un paquete. Veo a mis hijos al día siguiente, porque eso fue de noche. Los veo el 6 de noviembre. La primera vez que vinieron, vinieron aterrorizados. Estaban los tres juntitos, uno al lado del otro, agarraditos, tenían pánico. Les pregunté por qué estaban tan asustados y me dijeron que tenían miedo de que volvieran los militares. Y bueno, al poco rato estábamos los cuatro juntos, revolcándonos”. Silvia esboza, tal vez, la única sonrisa de la extensa jornada. A partir de allí, sus hijos van a vivir a La Plata. “Mi suegra participaba de Familiares de Desaparecidos y de la APDH, la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Los cuidó, los mimó, y finalmente yo quedaba durante la noche con mis padres y de día me venían a buscar y me llevaban de nuevo al departamento este, hasta finales de diciembre, que me pude ir a vivir con mis hijos a un departamento que le obligaron a mi padre a comprar o que pusieron como condición para que me pudiera ir”. El paso posterior fue de libertad ambulatoria total, pero con vigilancia permanente. “Yo intenté hacer alguna cosa laboral y quise homenajear a mi hermano y monté una especie de biblioteca juvenil infantil y la llamé La casa de Daniel T. Pero fue imposible, porque no dejaron de acosarme, de estar presentes, de hacerse presentes”. Hasta que decide ir a ver al rabino Marshall Meyer.
La huída
—Vengo a ver al rabino —le dijo a la secretaria que la atendió.
—Tengo que darle una cita —le respondió la mujer, mientras iba a buscar la agenda.
—No puedo, tengo que hablar ahora. Soy una desaparecida y me escapé del control —la sorprendió Tolchinsky.
Meyer estaba en una reunión ecuménica con sacerdotes de otras tres religiones. “Me hacen entrar y es la primera declaración que hago. Muy confusa, con miedo, pánico, terrible…, pero donde por lo menos dejo constancia de los compañeros que vi y que estaba, que había estado secuestrada. Ellos me insisten y me convencen de que me tengo que ir de la Argentina, que aproveche que mi familia está en Israel, y me hacen el contacto con la Embajada israelí. Me voy unos días después. Esto es el 30 de mayo del ‘83. Me voy unos días después, me escapo”, dice, y deja notar la adrenalina que ahora toma forma de palabras que intentan explicar la situación. El trayecto fue Uruguay, Suiza y el destino final de la huída: Israel. “Hasta que decidimos venirnos aquí a España”.
Final demorado
El cierre se hace esperar, y se genera un debate entre las partes con la testigo observando atónita desde Barcelona. El abogado querellante Pablo Llonto quiere nombrarle a cada uno de los genocidas que Tolchinsky nombró durante su declaración en la instrucción de este juicio oral y público. La defensa se opone, pero el tribunal decide que se avance.
Tras ese paso, la fiscal Gabriela Sosti le consulta por las consecuencias que tuvo el genocidio en ella. “Bueno, fue una consecuencia arrasadora, pero nosotros nos levantamos y seguimos apostando por la vida y estamos juntos y nos queremos mucho. Las pérdidas las seguimos lamentando cada día, cada minuto, cada momento, pero también tenemos las presencias, que son muy importantes. Por suerte, pude volver a cuidar a mis hijos. Muchos compañeros no tuvieron esa posibilidad. Y bueno, nosotros le damos un lugar a la vida muy importante. Tuve la suerte, además, de poder cuidar a mi mamá y a mi papá en el final de sus vidas. Y no, nada más. No tengo ningún lugar especial, soy parte de una generación que peleó mucho, que resistió, que sigue resistiendo, a pesar de que muchos estemos ya camino a los 80. Yo recién empiezo la década de los 70 -dice, y larga otra cómplice sonrisa leve-, pero seguimos resistiendo y creemos que esa resistencia, bueno, nos hizo bien a nosotros y le hizo bien a otros”. Antes de despedirse, Tolchinsky deja un mensaje alentador para las nuevas generaciones. “Yo si algo quiero decir es un poco del orgullo y de la satisfacción que me dan los chicos de ahora, los jóvenes de ahora, los jóvenes que prepararon, que se esforzaron tanto en esta causa, que también vinieron a aportar su experiencia y que además le han agregado vitalidad también a estas cosas, ¿no? Las verdaderas víctimas son los que no están, en todo caso son las víctimas que duelen. Y nada, agradecer que se haga este acto de justicia. Aunque siempre uno quiere o necesita más. Yo estoy viviendo en un país que tiene miles de muertos, desaparecidos y enterrados en las cunetas de los pueblos y que hace tantos años que están así y nunca han hecho esfuerzos por develar... Por eso me maravillo de lo que la sociedad argentina ha hecho por saber de sus desaparecidos, para honrarlos, para recordarlos y para pedir justicia por ellos”.
Es el mejor cierre para uno de los testimonios más significativos de un juicio que ya tiene ganado su lugar en la historia. Se apagan las imágenes de los televisores. Ya es media tarde en Argentina. Ya es noche en España. Aquí queda todavía algo de luz. Del otro lado del océano, la oscuridad de la impunidad quizá se apague algún día.
*Este diario del juicio por la represión a quienes participaron de la Contraofensiva de Montoneros, es una herramienta de difusión llevada adelante por integrantes de La Retaguardia, medio alternativo, comunitario y popular, junto a comunicadores independientes. Tiene la finalidad de difundir esta instancia de justicia que tanto ha costado conseguir. Agradecemos todo tipo de difusión y reenvío, de modo totalmente libre, citando la fuente. Seguinos diariamente en https://juiciocontraofensiva.blogspot.com
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