sábado, 28 de diciembre de 2019



Era, seguramente, la testigo más esperada de este juicio: por su calidad de sobreviviente, por su memoria prodigiosa, su predisposición al aporte permanente ante la justicia y por haber visto con vida, mientras estaban secuestradas, a varias personas desaparecidas por las que se realiza este juicio. En la última audiencia del año, declaró por videoconferencia desde Barcelona durante tres horas y media. “Navegando los setenta”, definió acerca de su edad, pero también a modo de metáfora perfecta de lo que significa su testimonio: de la militancia a la tortura, del genocidio a la justicia tardía y con privilegios para los culpables. (Por El Diario del Juicio*)  

📝 Texto 👉 Fernando Tebele 
💻 Edición 👉 Diana Zermoglio
👆 Ilustración de portada 👉 Antonella di Vruno 
📷 Fotos 👉 Guillermo Amarilla Molfino


La complejidad de este juicio hace que no haya un/una testigo clave; eso ocurre en otras causas, por ejemplo en la ESMA en la que Víctor Basterra aportó, con su testimonio, datos insustituibles. Aquí, por tratarse de un juicio atípico, lo que las víctimas tienen en común no sólo es el centro clandestino al que fueron llevadas (salvo puntuales excepciones, todas pasaron por Campo de Mayo), sino su participación en la Contraofensiva, que determinó que las fuerzas genocidas ejecutaran una represión feroz y específica. La causa judicial se apoya en varios ejes y, por lo tanto, hay testimonios fundamentales para cada una de las partes que conforman el todo. Sin embargo, en varias de las treinta y una audiencias anteriores, un nombre se escuchó repetido hasta el cansancio como consecuencia de un relato siempre esclarecedor: “Me lo dijo Silvia Tolchinsky”, “Eso lo pude reconstruir después de reunirme con Tolchinsky”. Varios de los testimonios de familiares de víctimas, e incluso de algunos sobrevivientes, dieron cuenta de cómo pudieron armar el rompecabezas de sus propias historias a partir de algún dato que Silvia pudo tallar en su memoria durante el cautiverio.

Su testimonio estaba programado para la semana anterior, como única exponente, pero una indisposición de la jueza Morguese Martín obligó a suspenderlo a último momento. Silvia Tolchinsky recibió esa noticia cuando ya estaba lista para declarar en el Consulado argentino en Barcelona, ciudad en la que vive tras haber huído de Argentina casi al final de la dictadura y, luego de un periplo que la llevó por varias ciudades. “Volví a Argentina una o dos veces nada más”, dirá en algún momento de su declaración. Habrá pensado, quizás, mientras se iba sin declarar, que no le costaba nada esperar una semana más para volver a hacerlo, acostumbrada a explicar una y otra vez lo que vivió y lo que observó. Exactamente una semana después, está sentada en la misma silla que aquella vez, pero ahora sí comienza a declarar.

El mediodía pasa inadvertido por San Martín y se convierte en media tarde apenas a una cuadra de la Plaza de Catalunya y de Casa Batlló. La imagen a través de un televisor no puede acortar esas distancias. Silvia se acomoda en la silla y dice qué la mueve a estar allí  “que se haga la justicia correspondiente”. Pide permiso para usar un papel a modo de guía, al que casi no recurrirá. Va directamente al punto. Aunque después seguirá con un enfoque más cronológico, podría decirse que empieza por el centro. “Yo participé en la Contraofensiva. Fui designada para participar de la Segunda Contraofensiva en 1980. Militaba en Montoneros desde hacía muchos años. Por eso digo que fui designada, porque estaba en una función y me designan en otra”, explica. “La función que se me asigna fue insertarme en un territorio y mantener contactos políticos”. Enseguida da unos pasos hacia atrás para seguir una cronología. “Mi compromiso político, como el de toda nuestra generación, comenzó muy joven. Vengo de la izquierda. Comencé militando en un pequeño grupo. Luego empecé a militar en el movimiento de liberación nacional, en los años ‘66/’67, y después formé parte de una corriente de pensamiento de reflexión y práctica que implicaba el peronismo y la lucha armada”. Allí se topó con su compañero Miguel Francisco Chufo Villarreal, “él fue mi marido y el padre de mis tres hijos. Juntos participamos en actividad política y social”, narra.
Silvia cuenta que en ese recorrido inicial, llevaba a su hermano Daniel Tolchinsky a reuniones políticas, “yo como hermana mayor. Pero después él se convirtió en mi hermano mayor y me fue marcando el camino dentro del peronismo. Fue Daniel quien entró primero  a las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias) y luego entramos nosotros”. El nosotros de Silvia ya contiene a su, a esa altura, inseparable Chufo. “Era muy creativo -define a su esposo-. Tenía un gran arraigo con la gente. Era un hombre de mucha sensibilidad social. Siempre listo para el trabajo social, para todo. Así como él se vincula con la JTP, yo me vinculo a la JP, a la Juventud Peronista”, aclara, como si hiciera falta. La zona de acción era Hurllingham. “Uno cuenta la cantidad de años en la que pasó todo, que fueron pocos, pero era tan intenso y creativo todo lo que vivíamos... Éramos tantos amigos, tantos compañeros y hermanos que estábamos enlazados con esa solidaridad, que parece que hubiera sido todo en mucho más tiempo”, aclara con cierta nostalgia. Silvia y el Chufo fueron conformando una familia. Julieta nació en 1972, Juan Manuel en 1974 y en agosto de 1976 llegó Laura. La militancia los cruzó también con Mónica Pinus, prima de Silvia, y con Edgardo Binstock, el marido de Mónica.




El golpe

En el fondo de la imagen que llega desde Barcelona, se ve el escudo nacional en la pared. La cabeza de Silvia lo tapa en parte. Se ve más al escudo que a ella. Por fortuna el encuadre de su relato es mejor que el de la webcam que nos trae su imagen y sobre todo la del escudo, cuyo gorro frigio parece apoyado sobre su pelo. Tiene una frondosa y prolija cabellera blanca, que no alcanza a tocar sus hombros. Parece tener calor. Se apantalla con los papeles que trajo para apuntarse. Unos anteojos de marco delgado descansan sobre su nariz. Salta en el tiempo hacia el golpe de Estado: “En esa época, ‘76/’77, la militancia era eludir la represión. Eludir el contacto con el riesgo y la posibilidad de caer y sufrir cosas peores. No voy a negar que, si bien seguíamos con mucha convicción, teníamos miedo. Pero creíamos que era lo mejor para nuestros hijos. No había mucho tiempo para detenerse a pensar. Había que estar salvándose”. De ese tiempo destaca su militancia con María Antonia Berger, sobreviviente de los fusilamientos de Trelew, luego desaparecida. “Era muy solidaria y sencilla para los afectos”, señala de ella, además de recordar que compartían el Fiat 600, un regalo del padre de Silvia. La intensa represión ensombrecía el panorama, pero había también señales de aliento: “Eran tiempos en que a la vuelta habían secuestrado a alguien. O enfrente. Pero también se había creado una red de solidaridad”. De aquel entramado protector rescata un hecho: “En 1976 cae nuestra casa en Ramos Mejía. Todos los vecinos hicieron guardia alrededor para que no cayéramos en la trampa. Los militares habían arrasado con televisor, lavarropas, con todo. Y los vecinos luego pusieron una cadena para que no pudieran volver a entrar”.

Operación salida

Ya en la clandestinidad, a Silvia le indican que debe operarse de un problema en la columna que, según dice, la afecta “desde siempre”. La complejidad de la intervención se contradecía con el intento de ocultarse, “por lo que decidimos ir con mis padres a Israel. Luego, a los tres meses, vino El Chufo. Ahí hicimos la traducción de la carta de Rodolfo Walsh al hebreo. Confeccionamos una lista de 500 judíos desaparecidos y la presentamos en el parlamento israelí, e hicimos denuncias por los compañeros desaparecidos”, enumera. “Hasta ese momento no había caído nadie de mi familia, pero entonces cae una querida amiga: Lila Pastoriza. A Chufo le urge volver. En el ‘78 va a México y se reengancha con la organización en febrero. Yo en marzo me voy a México con nuestros tres hijos. Cuando llegamos, él ya había vuelto a la Argentina. No sé cuál era su misión. Sé que era en La Plata, donde no podía vivir porque era muy conocido y muy fácil de reconocer por su fisonomía”. Tolchinsky permanece en México. Conoce a Jesús María Luján, El Gallego Willy, a quien recuerda como un ser muy especial. Mientras tanto, ella comenzó a trabajar junto al grupo de prensa que editaba la Revista Evita Montonera y se encargaba de buscar las maneras de hacerla recorrer las calles argentinas. “Era un grupo que se convirtió en mi familia. Estaban Aixa Bona, Gervasio Guadix, Ana María Ávalos; Nora Hilb y Daniel Cabezas, que entraron un poquito más tarde”, ubica.

La caída de Chufo

Si la caída de Pastoriza aparecía como cercana, la de Villarreal la devastó.  “El 13 de julio tenía la primera cita con Chufo, que tenía que volver de Argentina. Fui a un salón de belleza y me llaman para decirme que fuera urgente para allá. Me dicen que Chufo había caído, que habían ido a reconocer su cadáver. Fue un golpe terrible”, detalla,  tal vez con el primer signo de angustia que se adivina y se percibe a la vez a través de la imagen. “El tema en esa circunstancia era cómo decirles a los chicos. En ese momento hablé con Laura Bonaparte, un ser también increíble. Con todo su dolor de tres hijos desaparecidos. Ella, que era psicológa, me dijo que les dijera que ellos habían elegido la vida. Fui y les dije eso: “papá está muerto. Pero él luchó hasta el final, por la vida nuestra, por la de ustedes, por la de muchos”. Ahora la angustia ya no se adivina. Se la ve llorar. Se escuchan a través del micrófono sus respiraciones agitadas.

—¿Quiere que hagamos un cuarto intermedio? —le consulta el juez Esteban Rodríguez Eggers.
—No, no —repite Tolchinsky—. Yo siempre hablo bajito —dice, quizás intentando disimular su angustia evidente.
—Se escucha bien, por el sonido no se preocupe.
—Lo digo también por la cadencia —advierte la testigo.

Es cierto. Silvia habla lento y pausado. Su tono ciertamente cadencioso permite pensar que estamos ante una mujer paciente. Aunque resulta difícil saber es si esa paciencia la adquirió durante su cautiverio, o si es una característica propia que ya guardaba en algún bolsillo de su personalidad. Ella continúa. Apenas van cuarenta minutos de testimonio.

“Ahí asumí que quería seguir con más fuerza. Justamente tenía que encontrar una manera de hacerlo. Lo hice acompañada por los compañeros y mi cuñada, que era la mejor compañía que podía tener. La presencia de la familia y los compañeros fue lo que me arropó. Mi suegra me convenció de que festejáramos el cumpleaños de mis hijos en el parque Chapultepec” de Cuernavaca, en México. Casi que lo último que hizo en ese país fue volver a operarse de la columna. La caída del Chufo probablemente haya sido demasiado peso para su espalda maltrecha.

Cuba

En ese tiempo le ofrecieron hacerse cargo de la Secretaría Técnica que operaba desde La Habana. “Era un grupo de organización que daba soporte administrativo a la Conducción Nacional. Era un tipo de actividad que no me gustaba. Era muy burocrática, pero lo hice. Era lo que había que hacer”, explica sin necesidad de preguntas. Cuando Eggers le pide ser más precisa con las tareas que realizaban, detalla: “Recoger declaraciones que habían realizado desde la conducción y hacer que alguien las desgrabara. Hacer partes de prensa. Preparar correos. Hacer archivos de todos los documentos que se habían producido en la organización, que eran muchos. Ver si necesitaban algo en la Guardería”. Cuenta que allí conoció a María Inés Raverta. “Otra compañera maravillosa. Me van a escuchar muchas veces decir eso -aclara-. Ella me acercó a la tarea, que era complicada. Había sido la responsable de ese grupo. Me enseñó los médicos, los colegios, las guarderías.Era una trabajadora incansable y de una gran eficiencia. Y una mamá muy dulce”. Raverta estaba por viajar a Perú, donde sería secuestrada, brutalmente torturada y luego desaparecida. En La Habana, Silvia fue a vivir a un departamento en el que habían estado Horacio Mendizábal y Sara Zermoglio, el hijo de ella (Benjamín Ávila), el niño de él (Martín Mendizábal) y el niño que ya tenían en común (Diego Mendizábal). “En Cuba teníamos el amparo de muchas cosas resueltas. El colegio, los médicos, la solidaridad de las vecinas”, señala, coincidiendo con la mirada de todas las personas que han testimoniado y que pasaron en ese tiempo por la isla. El presidente del tribunal, con sus preguntas acumuladas, comienza un diálogo que ayuda a profundizar algunas cuestiones antes relatadas.

—Sabe qué pasó con ese archivo? —le consulta Rodríguez Eggers acerca de sus tareas en Cuba.
—No tengo noticias, pero debe estar en Cuba. Era toda una habitación llena de papeles, documentos, libros. Cuando salí en el ‘83 (luego de su secuestro, que todavía ni siquiera narró) no tuve contacto con la organización. Por lo que sé y comentan otros compañeros, está en Cuba.
—¿Había archivo de quienes regresaban a la Contraofensiva?
—No lo sé.
—¿Usted estaba compartimentada?
—Sí. Yo era muy disciplinada, quizás hubiera podido tener más curiosidad, pero no la tuve. Me mandaban a alguna cosa y no preguntaba.
—¿Usted dependía de Perdía o de la conducción?
—De la conducción.
—¿Quiénes estaban en la conducción en ese momento? —pregunta la jueza Morguese Martín.
—Firmenich, Perdía, Yager, Vaca Narvaja. Anteriormente, hasta que cae en el ‘79, Mendizábal. Se amplía en un momento y entran Campiglia y Eduardo Pereyra Rossi.
—Y dónde residían ellos? —sigue Morguese.
—En Cuba, Firmenich, Perdía y Vaca Narvaja. En un tiempo Mendizábal, Yager. Los que se movían menos eran Firmenich y Perdía.
—Y sabe cuál era el punto de reunión?
—Sí, claro. El edificio donde estábamos.
—Usted sola recibía las indicaciones?
—Yo las recibía y distribuía al resto, pero todos tenían relación individual con ellos.
—Los resultados de las operaciones las recibía usted?
—Estabamos en el mismo sitio. Podía hacerlo yo u otro.


La secuencia de caídas familiares continuaría con su hermano, su cuñada (Ana Dora Wiesen), Berger y más militantes a quienes conocía. “Mi hermano cae el 19/20 de octubre del ‘79, con muchos amigos, fue una caída grande”. Explica que en Cuba sabían que de tres sólo regresaría una persona. “Faltaban tres personas, mi hermano, mi cuñada y Carlón (Pereyra Rossi). Sabíamos que volvía una sola, pero no quién. Llegó Carlón. Ahí me enteré que habían entregado a mis dos sobrinos en un estado deplorable, angustiados. Decidieron trasladarlos a Israel. Mi hermana mayor, que vive ahí, los adoptó”. Ya las desapariciones se habían acercado demasiado a su familia. La fiscal Sosti le pide precisar algunos nombres, entre ellos el de su propio hermano, Bernardo Daniel Tolchinsky, Juliot.

—Lo vi en México dos veces en el ‘79. Después yo ya me fui a Cuba.
—¿Recordás quiénes eran los amigos que cayeron? —consulta la fiscal.
—Una era María Antonia (Berger). Estoy casi segura que vivía con mi hermano y con Ana, a través de un relato de Petrus (Campiglia). Después estaba Patricia Lesgart. Estaban en zona oeste. Verónica (Cabilla) que tenía 16 años, con un coraje y una creatividad impresionante. Estaba Ricardo Zucker. Conocía desde jovencitos a (Alfredo) Berliner, El Poeta, que me enteré ahí que él militaba. Mientras estaba en México no vi a nadie. No teníamos contacto con el resto de la militancia del exilio.
—¿Ahí viste al Gallego Willy?
—Sí, lo vi varias veces —Silvia dibuja una sonrisa poco frecuente en su rostro—. Un tipo encantador, muy divertido. Cuando cae Chufo él me manda una carta muy cariñosa y una flor.


De regreso a la Argentina

Silvia continúa hablando casi sin necesidad de preguntas de las partes. Va guiando su relato vinculando fechas y dolores, descripciones de compañeros y compañeras que le resultaban entrañables, para quienes está obligada, por la historia, a hablar en pasado. Cuenta que en diciembre del ‘79 le dicen que participará de la Segunda Contraofensiva, que se realizaría en 1980. “Supongo que me lo comunicó Perdía”, aclara. Su tarea sería mantener relaciones políticas. Sus niños quedarían en la Guardería de La Habana. “Yo tenía terror de que les pasara algo, así que eso me alivió”, sostiene en referencia al viaje sin los hijos. En marzo, de paso por México, se enteró de la caída de su prima Mónica Pinus, junto a Horacio Campiglia. “Se los traga la tierra. No sabíamos en qué lugar habían desaparecido”. Con el tiempo sabrían que fueron secuestrados en el Aeropuerto de Río de Janeiro. Silvia relata su entrada al país, junto a Nora Larrubia y Carlos Karis, que estaban a su cargo. “Entramos cada uno por sus lado en Mendoza. Nos encontramos en Buenos Aires y fuimos a una casa que ellos tenían. No fue fácil el contacto con la gente porque el terror se había impuesto, pero la gente buscaba maneras de resistencia. A mayor represión más resistencia, pero había mucha represión. No había una manzana que no tuviera alguien desaparecido o muerto. Familias enteras que habían desaparecido o habían sido asesinadas”, expresa acerca del panorama que encontró a su regreso, casi tres años después de su partida clandestina. Luego da cuenta de sus actividades en el grupo TEA (Tropas Especiales de Agitación). “Imprimía volantes y los colgaba en los ganchos de las fábricas. Iba a ver contactos. Me recibían con alegría y con temor”. La compartimentación le impedía saber qué hacían Karis y Larrubia.

El secuestro

“En septiembre me convocan para salir a México. Me dio mucha alegría por el reencuentro con mis hijos. Fui en tren a Mendoza. Dormí una noche en un hotel y me fui a Chile. Ahí empieza mi secuestro. No sé si quieren que siga”, había anunciado antes de las preguntas, intentando no perder el hilo del relato.
Cuando termina de responder, le piden que continúe, y ella lo hace. Su tono se vuelve aún más pausado cuando habla de su secuestro. “EL 9 de septiembre salgo de Mendoza en un autobús que tenía nueve pasajeros. En el puesto fronterizo de Las Cuevas piden la documentación, hacen bajar a la gente y finalmente me hacen reconocer el equipaje y el resto de las personas vuelve a subir. Me doy cuenta de que me quedo ahí sola y se me vienen encima seis, siete, ocho hombre encima. Me desnudan, me ponen un revolver en la cabeza. Me golpean. Abren la valija”, recuerda acerca del comienzo de los tiempos más oscuros. “Empieza ahí un vapuleo en el que finalmente me vuelven a vestir. Me meten en un coche y me llevan con un recorrido no muy largo a un lugar que percibo como una cueva por la humedad, las piedras cercanas, la manera de movernos adentro. Me sientan en una madera y me empiezan a decir que tenía suerte, que ahora no se mata, que ya no se mata. Que me van a llevar con mi hermano. Empieza a hablarme una persona al lado y me dice que él está con mi hermano, que estaban todos vivos los del 79/80. Sabía de la caída de Pinus y Campiglia, pero nada más. Yo me había enterado por los diarios de la caída de Genoud”.  Hace una pausa prolongada. Toma agua de un vaso que vuelve a apoyar sobre la mesa del Consulado, que no se ve a través de la pantalla. “Cuando dicen que ya no matan más yo digo: ‘¿Cómo que no, y la Molfino?’. Entonces arrancan a la persona que me estaba hablando y empieza de nuevo toda la situación de stress, de violencia”.

—¿Sabe quien era ese interlocutor? —consulta el juez Rodríguez Eggers.
—Sí, es Julio César Genoud. En ese momento no lo supe. Sabía que era un detenido, me había dado cuenta. Pero posteriormente hubo unos interrogatorios acerca de lo que yo había dicho de la señora de Molfino y se filtró ahí que era Julio César Genoud, que nosotros le decíamos Facundo. Lo había visto alguna vez. En la cueva estaba con los ojos vendados y no veía nada.

Tolchinsky trae al presente que la sacan de la cueva y la llevan a otro lugar, que percibe como una escuela, porque cuando pide permiso para ir al baño ve los lavabos petisos. Recuerda que es ahí cuando aparece una patota que “vienen de Buenos Aires”, y que no pasa mucho tiempo en Mendoza: “caigo un lunes y el viernes ya estaba en la primera quinta”. Se refiere al circuito de casaquintas aledañas a Campo de Mayo que funcionaron como parte de ese esquema concentracionario. “Me trasladan en un avión pequeño. Por cierto durante todo el viaje trataban de fijar el punto en el que me tiran”, dice. No tiene dudas del trayecto del vuelo porque escuchó primero que hablaban desde Córdoba y luego sitúan la sede central de la tortura y la desaparición en la complejidad de la represión multiespacial a la Contraofensiva: estaban llegando a Campo de Mayo.

Bienvenida al horror

Tolchinsky asegura que del avión la llevan en auto una distancia muy corta. Percibe que se levanta una barrera, seguramente de la salida de Campo de Mayo, ya que la llevaban hacia una de las casas. “Escucho gritos. Ahí me ponen los grilletes, las esposas y quedo enganchada a una cama. Ahí estaban secuestrado Lorenzo Viñas y el Padre Adur. Mientras lo torturan a él me preguntaban a mí. Las preguntas que me hacían estaban vinculadas a las torturas que le aplicaban al padre Adur”. Le pregunta Sosti si pudo hablar con él, pero responde que no: “Lo ponen cerca de mí. Los gritos y el dolor son al lado mío. Y los carceleros me dicen después que era el padre Adur”. Pero en los días posteriores sí pudo comenzar a entablar diálogo con otros secuestrados, por ejemplo Lorenzo Viñas. “A partir de ahí empiezan los interrogatorios diarios. Lo traen a Viñas al lugar donde yo estoy. Me suben las vendas y me aflojan las cadenas para que me pueda sentar. Hablamos unos minutos delante de los carceleros. Me cuenta que hacía más de noventa días que había caído. Me muestra una foto de su beba de veintiséis días, que se la habían dejado tener. Me dice que lo habían torturado mucho y le piden que me muestre cómo tenía las piernas. Lo volví a ver al tiempo, cuando se despide porque lo trasladan. Pocos días antes habían trasladado al padre Adur”. El traslado, siempre conviene aclararlo aunque resulte tenebroso, era el eufemismo con el que se nombraban la muerte y la desaparición. Silvia aclara que había conocido a la hermana de Viñas, María Adelaida, que desapareció en 1976. Ambos eran hijos del escritor David Viñas. “Después lo traen a Archetti, que fue secuestrado en el mismo centro fronterizo que yo”. Silvia recuerda que junto a Viñas escuchaba sus gritos durante la tortura.
Desde esa casa que nunca pudo identificar la llevan a otra que sí ubicó, en Conesa 101, aunque tardó unos años en certificarlo, porque cuando vio el cartel, creyó leer Conejo. Ya en democracia Edgardo Binstock buscó en una Filcar, comprobó la inexistencia de una calle con ese nombre pero sí pudieron verificar, cuando ella regresó a Buenos Aires, que la casa quedaba en Conesa. Tolchinsky precisa que “En las tres quintas en las que estuve hasta el ‘81 dependían del grupo de Hoya”. Se refiere a Santiago Hoya, un represor que murió en 2007 dos días después de haber sido condenado. “Se decía que la voz de Hoya helaba la sangre y era cierto.
Eran diecinueve personas. Una de ellas era mujer. Hacían guardias de a 3. Ellos viajaban a centroamérica. Era el tiempo de los contras. Escuchaba muchas cosas. Por más que pusieran a Maria Marta Serra Lima, yo escuchaba. Se atribuían muchas cosas terribles. Uno de ellos me dice que participó del secuestro de mi prima (Mónica Pinus) en Brasil”. También señala que traen a la casa a “(Antonio) Lepere que se había desconectado hacía bastante y ellos lo sabían. Lo convencen de hacer un montaje. Y lo llevan a una casa en Lanús con armas y hacen un operativo. Le hacen un consejo de guerra y lo llevan a Caseros. Estuvo ahí con Daniel Cabezas”, dice. Cabezas, que está en la sala como en casi todas la audiencias, se mantiene escuchando el testimonio tan esperado como si no estuvieran hablando de él.

El cansancio

Mientras pisa la línea de las dos horas de testimonio, Tolchinsky empieza a contar cómo y por qué la llevaron desde Campo de Mayo hasta Paso de los Libres, donde se volvería a encontrar con Archetti. Sin embargo, da cierto indicio de cansancio: “Estoy agotada”, dice al tiempo que hurga en sus papeles quizá por primera vez. “¿Quiere tomar un descanso y ordenar el relato?”, le ofrece nuevamente Rodríguez Eggers, siempre cuidadoso con quienes dan testimonio. Ella duda como nunca antes. Responde que no, pero suena poco convincente. Finalmente acepta. El juez convoca a un cuarto intermedio de quince minutos. Se alcanza a ver cómo, en Barcelona, Silvia se levanta de la silla y sale de cuadro. Su relato quedó atrapado, como ella, exactamente 40 años atrás. Todavía faltan las torturas de todo tipo del Turco Julián y la patota de Hoya, la ida a Paso de los Libres y el regreso a Barrio Norte. La libertad vigilada o, mejor, el secuestro al aire libre. El escape. La libertad. Su aporte a la justicia cada vez que la convocaron. El orgullo por los juicios. Todo eso falta. Pero en toda actividad que requiere tanta responsabilidad como un testimonio, o en cuestiones de suma atención, como podría ser esta escritura o cualquier lectura, a veces es mejor tomarse, también, un cuarto intermedio.


*Este diario del juicio por la represión a quienes participaron de la Contraofensiva de Montoneros, es una herramienta de difusión llevada adelante por integrantes de La Retaguardiamedio alternativo, comunitario y popular, junto a comunicadores independientes. Tiene la finalidad de difundir esta instancia de justicia que tanto ha costado conseguir. Agradecemos todo tipo de difusión y reenvío, de modo totalmente libre, citando la fuente. Seguinos diariamente en https://juiciocontraofensiva.blogspot.com

1 comentarios:

  1. Una vez más Fernando te felicito. Muchas gracias por relatanos tan bien tetimonios tan duros

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