viernes, 4 de septiembre de 2020




El testimonio de Eduardo Caporaso, un agente de inteligencia, y el de Rubén Dorado, un trabajador portuario que se solidarizó con su vecina y luego de que la secuestraran cuidó de sus dos pequeñas criaturas, contrastaron en varios sentidos. Entre olvidos de uno y recuerdos de otro, Caporaso y Dorado construyeron desde sus diferencias una audiencia plagada de contrastes. (Por El Diario del Juicio*) 

✍️ Texto 👉 Martina Noailles

💻 Edición  👉 Fernando Tebele/Diana Zermoglio

📷 Fotos 👉  Gustavo Molfino/El Diario del Juicio

📷 Fotos de portada 👉  Rubén Dorado durante su testimonio emotivo (Gustavo Molfino/El Diario del Juicio)

El agente de inteligencia Eduardo Caporazzo, con su rostro difuminado que impidió verlo, lo que generó comentarios del público durante la transmisión televisiva 
📷 Gustavo Molfino/El Diario del Juicio


La imagen de Eduardo Donato Caporaso está fuera de foco. Detrás de su pantalla turbia, se adivinan anteojos, bigotes, canas y un pulóver bordó. Los rasgos del testigo de la defensa no se ven con claridad. Como su imagen actual, durante la última dictadura su nombre real se ocultó detrás del alias Daniel Camaño, la identidad falsa que usaba como personal civil de la División Seguridad del Batallón de Inteligencia 601. Hoy, el desenfoque de su cámara —intencional o no— lo protege del riesgo potencial de ser reconocido. Hace tan solo unas semanas, el ex comisario de la Departamental San Martín, Roberto Álvarez, fue identificado por una sobreviviente de Campo de Mayo mientras su declaración era transmitida vía internet. Álvarez también era testigo de la defensa; terminó detenido y procesado.   
El testimonio de Caporaso no brilló por los detalles. Gran parte de sus respuestas sólo contenían una palabra: “desconozco”. Aunque también salieron con velocidad desde su boca algunos no se y varios no me acuerdo. No ocurrió lo mismo con Rubén Edgardo Dorado, el segundo testigo del día. Con más de 80 años, sus palabras fueron tan nítidas como la imagen de su pantalla. Roxana, su hija, lo asistió durante todo el testimonio. Es que Rubén casi no escucha. Pero su escasa audición y su elevada edad no le impidieron zambullirse en su memoria y relatar sus recuerdos. “Lo único que me interesa es que se sepa la verdad sobre su desaparición”, dijo el vecino que en 1979 cuidó a los pequeños María y Juan Facundo Maggio durante dos días, apenas secuestraron a su mamá, Norma Valentinuzzi.

La casona de la calle Rawson

Entre 1976 y 1980 Eduardo Donato Caporazzo fue Daniel Camaño. Aunque se presenta ante el Tribunal como de profesión masoterapeuta, fue uno de los civiles que formaron parte de la División Seguridad que dependía del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército. Su jefe era Luis Firpo, uno de los seis imputados que continúan vivos en este juicio.  
“A Firpo lo conocí cuando ingresé a trabajar en la División Seguridad, él era jefe de la División Seguridad”, arranca escueto Caporaso. Ante el silencio, el defensor público oficial Lisandro Sevillano le pregunta: 

—¿División Seguridad de qué?
—División Seguridad, de la calle Rawson.
—¿Pero esa División pertenecía a algún Batallón o a algo del Ejército? ¿Podría ser más específico? –insiste el defensor.
—Sí, era la División Seguridad, dependía del Batallón.
—¿De qué Batallón?
—Del Batallón de Inteligencia.

Cada respuesta de Caporaso es mínima. Tiene a la brevedad bajo control. “Era una casona antigua, clásica de la zona, que estaba en el barrio de Almagro, en la calle Rawson, cerca de la avenida Corrientes”, responde ahora, que la calle ya no se llama Rawson sino Palestina, y ante el nuevo pedido, la describe: “Había dos oficinas en el frente, en el medio había un despacho del jefe y después había una cocina y los baños”. También dirá que el lugar no estaba señalizado con ningún cartel.
En cuanto a su tarea cotidiana como personal de la División, Caporaso detalla que entraba a trabajar a las 7 de la mañana, y que esperaba las órdenes de Firpo “para salir a hacer la seguridad de algún general o militar retirado”. Los destinos: la casa del general Roberto Viola, de Alejandro Lanusse o de Roberto Levingston. “También algún evento en el Círculo Militar, como el casamiento de hijos de militares”, dice cuando Sevillano le demanda algún ejemplo.  
De a poco, el ex personal de inteligencia va dando algunos datos. Que en la oficina de la calle Rawson había 10 o 12 personas, entre ellas dos mujeres; que había dos suboficiales y el resto era personal civil. Que el segundo de Firpo se llamaba “Taborda”, que también había un capitán “pero no me acuerdo bien”, y que “el grupo general debíamos ser 200 o 300 personas, y todas dependían de Firpo”. 
También responde que tenían vehículos, que los guardaban en un garaje por la calle Rawson, a media cuadra. “Otros se llevaban al Estado Mayor a guardar ahí. Y cada vez que necesitábamos cargar combustible teníamos que ir al Estado Mayor. Eran vehículos civiles. Estábamos vestidos de civil”.

—¿Recuerda si en la División se le pidió participar de algún operativo, traslado de gente, detención de personas? —le consulta el defensor oficial. 
—Nunca, nunca lo hemos hecho —se desentiende. 
—¿Cómo era Firpo? —Sevillano le hace la última pregunta.
—Era una persona muy exigente, nos creaba mucha responsabilidad de trabajo, mucho trato no tenía yo con él. Lo veíamos, él entraba, daba las órdenes, a veces alguna reunión por un tema de seguridad, pero más que eso no lo he tratado. Yo no tenía capacidad para dialogar con él.
Antes de pasarle la palabra a la fiscal Gabriela Sosti, el presidente del Tribunal intenta encontrar alguna respuesta:
—¿De qué parte del Batallón dependía Seguridad?
—No tengo idea. Desconozco.
—¿Sabe cómo eran las áreas? ¿Cuántas había?
—No lo sé. 
—En esos años que usted estuvo ¿se acuerda quién era el jefe de Batallón? 
—No.
—¿Sabe si la oficina de Seguridad tenía algún tipo de vinculación con la Central de Reunión de Inteligencia?
—No teníamos relación con el Batallón prácticamente.
—Sin embargo, la División Seguridad según tengo entendido dependía del área de Contrainteligencia —intenta el juez Rodríguez Eggers.
—Desconozco. Nunca me dijeron de dónde dependíamos. Para mí siempre fue División Seguridad.
—¿Sabe si Firpo confeccionaba informes de inteligencia, si recibía informes de inteligencia?
—Desconozco.

Es el turno de la fiscal. Cambia la interlocutora, pero las respuestas de Caporaso siguen sin superar las dos líneas. Sosti le pregunta sobre su ingreso al Batallón. “Hice el servicio militar y cuando estaba terminando me enteré que iban a crear una División Seguridad. Me ofrecieron entrar a trabajar y entré como personal civil”, dice.

—¿Quién le avisó que iban a crear esa División?
—Una persona que estaba en el Batallón.
—¿Recuerda quién?
—Cebollero se llamaba. 
—¿Qué función tenía Cebollero?
—Creo que era jefe de personal civil.

En cuanto a la capacitación para cumplir con su función, Caporaso especifica que lo llevaron al Polígono Federal, detrás de la cancha de River, donde les enseñaron práctica de tiro. Allí entrenaban cada quince días. Portaba una pistola 11.25
La fiscal intenta saber cómo era la dinámica de la División. “Había días que estaba en la oficina y otros que había que ir a estos puestos, según la necesidad. Cuando nos quedábamos en la oficina, tomábamos café, mate, charlábamos, esperando una orden para ir a algún lado”. 

—Usted respondió al defensor que nunca estuvo en un operativo. ¿Qué eran para usted los operativos?
—Era lo que uno después, a través del tiempo, vio en la historia, algún acto de buscar personas, pero en esa época no se hacía nada de eso. 
—¿Tuvo conocimiento de algún operativo de secuestro de personas? —repregunta el juez Rodríguez Eggers.
—No, absolutamente, nada.
—¿Recuerda el nombre de algún compañero?
—Muy poco me acuerdo… yo después me fui. Tenía uno que se llamaba Fariña, otro que manejaba a veces que se llamaba Pérez. Otro no me acuerdo. Eran todos civiles. 

Sosti vuelve sobre el tema de los autos. Caporaso responde corto, algo confuso: Los vehículos sólo eran para trasladarse al lugar donde tenían que ir a cubrir la seguridad. Iban dos personas. Uno manejaba. A veces los dejaban en un puesto y seguían a otro lugar, a otro objetivo o al Comando en Jefe. Los autos eran Ford Falcon. Había “uno celestito y uno blanco”. Y también había un Dodge 1500 de color verde.
El último en preguntar es el abogado de la querella, Pablo Llonto, que intenta conocer otros “objetivos” pero Caporaso repite: Viola, Lanusse, suma a Juan Carlos Onganía en su colección de ex presidentes custodiados. “No me acuerdo más. Yo no fui a otros puestos”. Le pregunta por el general Cristino Nicolaides, que para las dos Contraofensivas fue jefe de Institutos Militares y del Tercer Cuerpo del Ejercito. Dice que no lo ubica. Le pregunta si alguna vez estuvo en Campo de Mayo. Dice que nunca. Si conoció alguna otra sede del Batallón, responde que no. Sin embargo, minutos después, Caporaso señala que fue “soldado del Batallón”, cuando hizo el servicio militar. Y que sí conoció la sede de la calle Viamonte, el edificio emblemático del 601, cuya seguridad estaba a cargo de “nosotros, los soldados”. 
Ante la pregunta de Llonto, aparece su alias o, como se le decía dentro del Ejército, nombre de cobertura. El de Caporaso era Daniel Camaño. “Yo no lo elegí, me lo dieron así por seguridad”, aclara. Cuando el abogado advierte que coincide con sus iniciales reales, Caporaso dice desconocer tal relación. “‘Usted a partir de este momento se va a llamar así’, me dijo el jefe de personal, Cebollero”. 
—¿Conocía los nombres de cobertura de los otros?
—Firpo era Firpo. Fariña era Fariña. Pérez era Pérez. No sé si eran sus nombres reales, nosotros nos presentábamos así. 
—¿Dónde prestó servicios en el ’79? 
—En la División Seguridad –repite el testigo.
—Específicamente ¿qué tareas cumplió?
—De custodia.
—¿De quién?
—Creo que en la casa de Viola.
—¿Y en el ‘80?
—En la casa de otro general, por Posadas y Libertad, López Aufranc, dos meses —dice y agrega un nombre más a la breve lista inicial. 
—¿En esos años recibieron alguna mención o directiva relacionada a la lucha contra la subversión?
—No, nada.
—¿Por qué tenían que custodiarlos?
—Era una directiva que venía de arriba, porque decían que había hechos de terrorismo. Que había que cuidar a la familia, tener precauciones.

Caporazzo mostrando su DNI, como imposible de ver su rostro.
📷 Gustavo Molfino/El Diario del Juicio


Dos días en la vida

Rubén Edgardo Dorado casi no escucha. Su hija se asoma cerquita del oído y le retransmite cada pregunta. Sus respuestas son una avalancha de palabras que solo se interrumpen cuando toma aire. Detrás de los anteojos torcidos, se traslucen una mirada rasgada y una piel curtida por las marcas del tiempo. “Diré todo lo que me puedo acordar por mi edad”, aclara y ese todo se transformará en mucho apenas comience su relato.
“El día del maestro, el 11 de septiembre del ‘79, en la calle General Hornos y Bonifacini, fue secuestrada la señora Norma Beatriz Valentinuzzi. Bien la hora no sé porque yo trabajaba y estaba mi señora, Marta Beatriz Gatto, que se veían todos los días. Norma fue secuestrada, pensamos que por un grupo de tareas, en un coche verde, y gritando dejó una sandalia, zapato, que una vecina le llevó a mi señora. Nosotros vivíamos a media cuadra de ahí. Después la mamá de Norma, Elda Valentinuzzi, apareció con las criaturas, o sea con Facundo y María, que son los hijos de Norma, y los dejó en mi casa, para ella poder hacer el trámite de habeas corpus para saber dónde estaba su hija”, explica Dorado de un tirón. 
Rubén trabajaba en una cooperativa en el puerto. Vivía con sus dos hijos y su esposa en Caseros, a media cuadra de la casa a la que Norma Valentinuzzi —a quien conocían como Graciela— había regresado junto con Juan Facundo y María, tras el exilio. A su compañero, Horacio Maggio, lo habían asesinado el 4 de octubre de 1978. Era la segunda vez que lo secuestraban y los genocidas estaban furiosos. Nariz se les había escapado meses antes mientras estaba secuestrado en la ESMA y había difundido una carta en la que describía con detalles el funcionamiento del centro clandestino, los vuelos de la muerte, y hasta nombres de personas detenidas-desaparecidas y represores. Poco después, Norma decide regresar con su hijo e hija a Argentina como parte de la Contraofensiva. Hacía un mes que habían llegado a la casa de Caseros cuando otra vez el horror golpeó a la familia.
“Yo estaba en el puerto y mi señora me llamó a las 10, 11 de la mañana. Me dijo: ‘Chuparon a Graciela en la esquina’. Ella no vio el hecho, el barrio estaba amontonado en la esquina y se acercó y ahí le dijeron ‘chuparon a tu amiga’. Todo el mundo tenía miedo de lo que estaba pasando. Yo me aparecí a las dos horas y ya estaban los chicos”, relata Dorado. 

Juan Facundo y María se quedaron en la casa de la familia vecina dos días, largas horas que Rubén, 41 años después, no olvida: “Yo no fui a trabajar al puerto y, con mucho miedo, trataba de que los dos chiquitos se quedaran con mis hijos. Ellos se conocían por su amistad de la escuela, estaban mucho juntos. Los chiquitos me pedían juguetes de su casa, yo tenía mucho miedo de ir, pero esa noche, con mucho riesgo porque la casa estaba vacía, les llevé unos juguetes. El chiquito más grande, Juan Facundo, quería sus juguetes y ver a su mamá. Al otro día, apareció una señora que yo no conocía preguntándome si conocía a Horacio. ‘No, nada que ver’, enseguida negué todo, le dije: ‘salga de aquí, son mis hijos los que están adentro’. Pero Facundo, el más grande y andariego, empezó a espiar y gritó: ‘¡abuela, abuela!’. Así que salió por el costado y se abrazaron, empezamos a llorar todos”. 
La abuela venía a buscarlos para irse a Santa Fe, de donde era toda la familia. “Le dije que yo podía tenerlos el tiempo que sea, pero que era un riesgo para mí, para ella y para todos”. A pesar de esos riesgos, Rubén decidió acompañar a la abuela a Retiro. Él llevó a Facundo, ella a María. Fueron en el tren San Martín hasta Retiro. “Hasta ese momento íbamos separados y cuando subimos los chiquitos se quedaron con la abuela. Y se fueron a Santa Fe. Eso es lo que puedo contar”.

Algunos años después de aquel septiembre, Rubén Dorado se reencontró con Facundo y María en Santa Fe. De ese día también trae al presente su recuerdo: “Creo que fue en el ‘81, al estar en la cooperativa como representante del puerto viajaba por algunos pueblos de Santa Fe así que fui a la casa de doña Elda Valentinuzzi. Ella me carteaba de lo que le iba aconteciendo, que no conseguía nada. Allí estuve con los chicos… Facundo sabía que la mamá en algún momento iba a aparecer, la extrañaba mucho. En ese momento trajo una guitarra y cantó una canción para la mamá”.  Hoy Facundo es músico. 
Rubén termina su relato amoroso. Sus recuerdos vuelven a quedar a mano para rescatarlos cada vez que sea necesario. Facundo y María hoy son adultos y, desde Santa Fe, observan con atención el testimonio de quien les abrió su hogar, en un acto de amor que nunca olvidarán.


*Este diario del juicio por la represión a quienes participaron de la Contraofensiva de Montoneros, es una herramienta de difusión llevada adelante por integrantes de La Retaguardiamedio alternativo, comunitario y popular, junto a comunicadores independientes. Tiene la finalidad de difundir esta instancia de justicia que tanto ha costado conseguir. Agradecemos todo tipo de difusión y reenvío, de modo totalmente libre, citando la fuente. Seguinos diariamente en https://juiciocontraofensiva.blogspot.com

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